Varinia Oros Rodríguez
Texto leído por la autora, como curadora de la Casa Museo Marina Núñez del Prado, en el acto inaugural de la casa, el 1 de agosto de 2025.
Hoy no solo abrimos la exposición “Marina Núñez del Prado, la escultora de los Andes”. Abrimos un relato. Una ruta que nos invita a recorrer la vida y obra de una artista que no se limitó a tallar materia, sino que talló pensamiento, talló identidad, talló continente.
Esta casa —como la obra de Marina— tiene tres pisos, tres capas, tres niveles simbólicos.

En la primera planta, nos encontramos con la raíz: la infancia, la casa familiar, los recuerdos de sus padres, la música, la escuela, la orquesta soñada por su padre, las primeras esculturas y los primeros viajes. Pero también es aquí donde aparece uno de los núcleos más poderosos de la exposición: el pensamiento latinoamericano.
Porque Marina no se formó solo en academias, sino en el cruce de saberes populares, experiencias políticas y búsquedas artísticas colectivas. Visitó Warisata, participó en movimientos culturales comprometidos con lo indígena, dialogó con artistas como José Sabogal, Carlos Mérida y Gabriela Mistral. Supo que el arte debía surgir de la tierra y volver a ella, como semilla de conciencia. Y lo vivió. Lo hizo materia.
También en esta planta se encuentra su vínculo inseparable con el arte popular, no como una colección de objetos exóticos, sino como fuente vital de su obra. Las máscaras, las cerámicas prehispánicas alimentaron su mirada. No para imitar, sino para resignificar desde lo andino. Desde aquí, ya se anuncia todo lo que vendrá.

Y aquí también habita Nilda Núñez del Prado, su hermana, su amiga, su cómplice, su reflejo. Nilda no fue solo testigo de la trayectoria de Marina. Fue artista en su propio derecho: orfebre, pintora, bailarina, exploradora de formas y materiales. Su obra, influida por el legado precolombino y la estética indígena, llevó la joyería boliviana a los salones más importantes del mundo. Expuso junto a Picasso, Dalí, Calder y Cousteau, y sus piezas forman parte de colecciones permanentes como la del Museo Victoria & Albert de Londres.
En sus manos pequeñas habitaban siglos de sabiduría ancestral convertida en arte portátil, en amuletos contemporáneos, en ofrendas delicadas. Aquí, en esta casa, Marina y Nilda compartieron no solo sangre, sino vocación. Transformaron la herencia familiar en un proyecto cultural. Conservaban objetos, escribían memorias, cuidaban el jardín y, sobre todo, creaban.
Esta primera planta habla de ambas. De su historia común, de la complicidad que convirtió lo doméstico en artístico, y lo cotidiano en legado.
En la segunda planta, nos adentramos en su espacio más íntimo: El Semillero, su taller. Allí, la escultura no se exhibe: nace. Bocetos de greda, moldes de yeso, herramientas en reposo. Se despliegan luego sus cuatro grandes períodos creativos:
- El musical, donde el ritmo de las danzas andinas se vuelve volumen.
- El social, donde la piedra se hace grito y denuncia, con esculturas como Mineros en rebelión, que dieron voz a quienes no eran escuchados, como los mineros de la masacre de San Juan de Catavi y Siglo XX.
- El de la piedra, donde Marina entabla una relación espiritual con este material: no de dominio, sino de escucha y compañía.
- Y finalmente, el abstracto, donde la forma se libera, se convierte en vibración y la materia habla sin necesidad de rostro ni figura.
En esta planta, comprendemos que para Marina la escultura no era imitación. Era encarnación. No representaba la montaña, era montaña. No mostraba maternidades: las fundía en la piedra como principio de creación.
Y llegamos, finalmente, a la tercera planta: la más etérea, la más abierta, la más cósmica.
Allí habitan sus Madres Cósmicas, sus Mujeres al Viento, sus torsos que son seno, cueva, universo. El cuerpo femenino se convierte en símbolo del mundo, no como objeto, sino como origen.
En este espacio también están sus vínculos con otras mujeres creadoras: su hermana Nilda, la poeta Gabriela Mistral —quien la visitó y durmió en su taller— y tantas otras cuya memoria atraviesa estas paredes.

Aquí no hay vitrinas frías. Hay presencias vivas.
Marina entendió que el arte debía resistir, pero también abrazar. Que la ternura puede ser revolucionaria. Que lo femenino no es fragilidad, sino fuerza generadora.
Desde los ventanales, el Illimani —testigo silente de toda una vida— sigue allí, intacto. Es parte de esta obra. Y es también parte de su legado.
Este museo no es un punto de llegada. Es un nuevo comienzo.
Porque Marina Núñez del Prado sigue hablándonos: desde la curva de un torso, desde la rugosidad del basalto, desde la resistencia amorosa de su oficio.
Esta exposición no pretende encerrar su vida en vitrinas. Pretende abrir preguntas. Encender memorias. Despertar otras voces.
Y por eso, al inaugurar hoy esta exposición permanente, no hacemos un acto institucional.
Hacemos un acto de reivindicación, de belleza y de justicia.
Porque esta casa no solo vuelve a abrirse: vuelve a latir.
Que cada visitante —niña, madre, artista, paseante, estudiante— encuentre aquí una escultura que lo interpele, una historia que lo abrace, una forma que lo conmueva.
Porque mientras haya quienes escuchen la piedra, como ella la escuchó, Marina seguirá viva.

Quiero agradecer a Marianela España y al personal del Centro de la Revolución Cultural, quienes nos brindaron toda su colaboración; al personal administrativo, a la cabeza de Miguel Tapia; a todo el equipo de la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia.
A mis compañeros de trabajo: Jhosep Usnayo, por su compromiso y labor en la difusión.
A Angelo Valverde, por la coordinación junto a Sonia Limachi de la exposición temporal de 12 artistas “Semilla Cósmica”, en homenaje a la maestra.
A la muralista Jhanet Quispe, por el magnífico mural de la maestra.
De manera muy especial, al Curador Grover Choque, por su entrega, su prolijidad, su sensibilidad y compromiso en el trabajo.
Este agradecimiento se extiende también al valioso equipo de pasantes de la carrera de Ciencias de la Información, mención Museología: Leslie Uruchi Pinedo, Christian Ramírez Sanjinés, Adriana Rebeca Hichu Bazán, Liam Torrez Patty, Faviola Viadez Coronel y Sofía Claros Borda, estudiantes que me han acompañado desde el primer semestre y que hoy están a punto de titularse. Sin ellos, este trabajo no hubiera sido posible.
A Loreley Velasco y Yuri Veizaga de la empresa Xioz, por su acierto en los soportes museográficos y muebles, a David Maldonado de la empresa Thacto, por el tratamiento de las fotografías y cedularia.
A las señoras de limpieza, por su esfuerzo silencioso y constante.
Y por supuesto, a nuestras familias, por el apoyo incondicional que nos sostuvo a lo largo de todo este proceso.
Y a Marina Núñez del Prado, por abrirnos las puertas de su casa y permitirme inmiscuirme en sus recuerdos.
Gracias por enseñarnos que la piedra puede tener voz. Y que esa voz, si se escucha con el corazón, nos transforma.
Muchas gracias.
Varinia Oros Rodriguez es antropóloga y gestora cultural





Fotos: Isabel Navia