Sergio Gareca
Puede haber mercado, ventas, visitas, firma de autógrafos, quizá una reseña aguda de vez en cuando; pero lectores, muy pocos. Y justo se nos muere Cachín Antezana, uno de los mejores.
Ha muerto Luis H. Antezana J. Es terrible cuando hay quienes llegan a ser imprescindibles.
Ocurre que, como a cualquiera de las personas que tienen interés en saber un poco o mucho de nuestra cultura, cierta vez, cuando estaba haciendo una investigación, alguien me dijo que podría entrevistar a tal o cual señor.
La lista estaba llena de nombres muy conocidos en el ámbito cultural. Y yo me preguntaba: ¿Otra vez los de siempre? Los dejo en anonimato, nada tiene que ver lo que quiero decir hoy con hacer chisme cultural, aunque también nos hace buena falta. Esa lista de los de siempre estaba compuesta —en general— por personas mayores, autoridades cada una en su campo, que por su nombre ya eran una institución en sí mismas.
Hace un par de años falleció otro gran orureño, don Vicente González-Aramayo. Gracias a él, creo que pude pasar a un palacio de esfinges (una manera de llamar a las personas de alta autoridad en la cultura) y ver a cada una de ellas con su cerebro iluminado.
Esta es una alegoría, pues en mi cabeza veo esas luces en el cuarto oscuro y las escucho conversar siempre de temas interesantes. Yo mismo me siento ya un poco viejo al escribir esto, porque debo recordar que hace 20 años la Internet no era lo que es ahora y a veces, al leer un libro, anotaba mis preguntas para, cada vez que tuviera la oportunidad de cruzarme con una mente iluminada, le preguntara algún dato histórico, un autor, una pista, una seña para seguir caminando por el laberinto de los libros y otras curiosidades.
Don Carlos Condarco les dice a sus hijos y nietos: “Ahora tienen a Google, ya no me necesitan”. Don Carlos es inocente en ese sentido, porque se lo necesita mucho.
Cuando estábamos en el entierro de don Vicente, obviamente me sentí muy triste porque era un gran amigo y maestro, además vi que la sala de esfinges había perdido una luz: miré alrededor y ya no había muchas. El cuarto de las esfinges se quedaba a oscuras y desde luego pensé: “O me prendo fuego yo o ¿qué va a pasar?”
Lo mismo ocurre con la muerte de alguien como Cachín Antezana, uno de los mejores lectores bolivianos. ¿Qué vamos a hacer ahora? Cuando todos nos decíamos de manera hasta inconsciente que sería bueno que él nomás lea todo, que él lo entienda, que le dé la importancia que nosotros no podemos.

Porque a pesar de todo, Bolivia es una sociedad ágrafa. Sabemos de gente que ha presentado el libro de alguien sin terminar de leerlo, incluso sin hojearlo. Los prefacios, prólogos y contracubiertas, solapas… llenos de halagos y muy poca crítica.
Con don Cachín coincidí solo un par de veces en algún evento y no pasé de más de un saludo respetuoso. Su partida es para mí una cuestión personal y no.
Es personal en cuanto sé de la representación que tiene para la literatura en nuestro país. Y es impersonal porque me recuerda justamente esta sala oscura que es Bolivia. Su muerte representa más o menos lo siguiente: hay montones de ruinas arqueológicas alrededor del mundo. Hubo un tiempo en que las castas sacerdotales pudieron conocer sus herméticos significados y, dependiendo del contexto, todo el pueblo también pudo conocer sus sentidos; pero llegó otro tiempo en que los significados murieron.
Eso significa la muerte de un lector.
Sólo un lector puede ver nacer ciertos paisajes, predecir ciertos amaneceres o, por último, dar vida a ciertos fantasmas.
Mi amiga Adriana Lanza me dijo el otro día: “Yo sólo espero que mis libros aparezcan algún rato en un puesto de libros usados y alguien los lea. Yo creo que allí se va a activar mi escritura.”
Puede haber mercado, ventas, visitas, firma de autógrafos, quizá una reseña aguda de vez en cuando; pero lectores, muy pocos. Y justo se nos muere uno de los mejores.
En la música, la pintura, la literatura o el cine, seguramente grupos y paseos solitarios de multitudes han empezado una carrera, y pocos la han concluido. De esa manera, las esfinges se van quedando solas.
Así se van haciendo los nombres de “los de siempre”, los imprescindibles. Porque hay lectores claudicados, músicos en silencio, pintores en tinieblas, en conclusión, gente que dejó el oficio. Es difícil sostenerse en estrambóticas maneras de ser.
Se mueren los oráculos porque llega despiadado el futuro. Y la sala de las esfinges se va quedando vacía y oscura. Y uno se pregunta si podremos dar la talla y encender un fosforito.
Sergio Gareca es escritor orureño
Foto principal cortesía de Elías Blanco, LP, 2018. Archivo Museo del Aparapita.
Imágenes de parte de la obra de Luis H. Antezana J.










