Daniela Sánchez-López
El 8 de agosto de 2018, el robo de la medalla presidencial boliviana fue reportado en todos los medios de comunicación. Aquella reliquia de incalculable valor simbólico fue torpemente dejada dentro de un vehículo en una calle conocida por sus prostíbulos en la ciudad de El Alto, por un teniente militar encargado de trasladarla a un acto presidencial al día siguiente. Este cuento relata el hecho y lo adorna con ficción. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
Mi nombre es Eusebio Rubatto Pali Comachi, pero todos me llaman “Pachi” porque ni yo mismo puedo pronunciar mi nombre. Yo nací, como dicen, kencha, escupido por los dioses; o como decía mi difunta mamá, “en agosto, con mala estrella como Bolivia”.
Yo robé la medalla presidencial; mejor dicho, una mochila, la cual no tenía la más puta idea de lo que contenía. Esta es mi historia.
Tengo 18 años recién cumplidos, soy huérfano desde hace cinco y vivo con dos tías jorobadas que son mis únicas parientes cercanas. Como cualquier joven nacido en la ciudad de El Alto, me gusta la música electrónica, el tinku-rap; el Facebook y sobre todo Maluma con sus canciones. Mis tías no me entienden, me miran con espanto y curiosidad; como si fuera algo extraordinario que no tenga idea qué hacer con mi vida, que haya tenido una serie de oficios informales mal pagados (donde siempre termino peleándome) y que haga lo que haga, nada me sale bien.
Es casi como mi marca personal: Pachi, el kencha nacido en el mes de la patria.
El día de mi cumpleaños quería sentirme especial. Mis tías trataron lo mejor que pudieron de hacerme una torta y me regalaron 20 pesos. ¡Qué frustración, che! Se supone que todos festejan sus 18, el año donde te vuelves adulto y hasta te obligan a votar.
Mi plan ideal era juntarme al día siguiente con mis cuates en el centro del mundo alteño “La Ceja”, e irnos a una fiesta electrónica en un cholet macanudo. El problema es que la sola entrada a esos palacetes estrafalarios de los nuevos ricos cuesta 250 morlacos.
Durante el día, me dediqué a buscar cualquier trabajito que diera unos pesos, primero con la comadre de mi tía, que tiene una tienda de aparatos de música en la Feria. A regañadientes me pagó 50 pesos por usarme de mula para abrir cajas y descargar parlantes Bose de contrabando. Luego, me fui donde mi cuate que vende celulares nuevos y robados para ver si tenía alguito para mí; pero nada.
Con 70 pesos en mi billetera rota, solo se me ocurrió buscar a la Rosita.
La Rosita es mi vecina, y mi primer y único amor. Desde hace dos años, trabaja como “dama de compañía” en la Avenida 12 de Octubre, en El Alto. Ella me dice que solo me quiere a mí, pero no le queda de otra, ya que la vida con su padrastro era inaguantable y solo le quedó ese oficio.
Yo la quiero. Prefiero no pensar en lo que hace. Sé que algún día yo podré sacarla de esa vida y abrirnos un negocio de lo que sea en la Feria del Alto. Pero esa es otra historia.
Caía el atardecer y ahí iba yo caminando lentamente hacia la Rosa. Sabía que ese día no podríamos estar juntos, pero por lo menos tenía ganas de verla, aunque sea cinco minutos.
La Rosita salió a mi encuentro en la puerta de su local. Entre broma y broma, me sacó una sonrisa y hasta me regaló 50 pesos. -Por lo menos ándate a bailar ya que no irás a la megafiesta del cholet– me dijo.
Ya era de noche y hacia un frío que pelaba.
Me prendí un cigarro y mientras lo fumaba, observé cómo se parqueaba un auto. Salió un tipo joven, con corte militar impecable y una actitud desafiante. Otro milico cliente, pensé.
La Rosita me cuenta que son asiduos clientes, aunque no siempre pagan y a veces hasta las pegan a las muchachas.

Éste me llamó la atención. Parecía mas soberbio de lo común. Se miró en el espejo del auto, se sacó la gorra del uniforme, se limpió los dientes y guardó algo en su guantera. Todo esto lo vi desde un lado de la calle.
Yo nunca había robado un auto. Alguna vez vi como lo hacían mis amigos.
-Tienes que ser certero en el golpe a la ventana, saber qué vas a agarrar y salir corriendo- me explicó una vez el Lanas, mi cuate del colegio.
Yo, más que ganas de robarle, tenía curiosidad.
No sé por qué, pero me quedé embobado viendo el auto; quizás esperando que otros se acerquen y lo roben, ya que no es muy común dejar un auto estacionado en esa avenida.
Me fumé otro puchito y otro…nada.
Como nunca, la calle estaba vacía y solo se veían las luces rojas de los locales uno al lado del otro.
Al rato, salió el susodicho teniente, arreglándose la camisa dentro del pantalón.
“¡Rápido el muchacho!”, pensé. De pronto vi que se metió al otro local, dos puertas más allá. “¡Ah, caramba! Este milico hace múltiples piezas con las damas”.
Ahí mismo fue que una voz interna me gritó: -Agarra el martillo que traes en la bolsa, rompe el vidrio y saca lo que haya en la guantera.
Supongo que si existiera un diablo –cosa que no creo- tendría esa vocecita.
Entonces sin más, di un golpe seco. El auto ni tenía alarma, saqué lo que había en la guantera y corrí.
No sé exactamente qué pasó atrás mío. Yo corrí y corrí hasta sentir que los pulmones me iban a reventar. Me metí a un callejón de por ahí para calmarme un poco. Luego de un rato, me animé a abrir la mochila y vi que tenía una caja de terciopelo.
“¡Zas, estas parecen joyas, ojalá de alguna de esas cholas ricas que bailan en la fiesta del Gran Poder!”, pensé.
Cerré de nuevo la mochila, me la puse al hombro y caminé tranquilo hasta la avenida para tomarme un minibús a donde sea.
Justo apareció uno que llevaba a la Pérez Velazco y me subí todavía un poco turulato y con la adrenalina a full.
En la bajada por la autopista, la ciudad de La Paz (la hoyada como le decimos) se veía más brillante y misteriosa que nunca.
“¡Esta noche la rompo!”, pensé.
Pero necesitaba contactar a alguien en el barrio chino para sacarle un buen dinero a la caja de terciopelo en mis manos y luego, llamar a mis cuates para ir a la famosa fiesta electrónica del cholet.
Me bajé en la Pérez. Eran las 9 de la noche y el centro de la ciudad parecía un hormiguero. Abracé la mochila frente mío, no vaya a ser que justo me roben a mí, un pobre infeliz.
Me fui directo al bar doblando la esquina del Mercado Lanza. Ese es un boliche lo suficientemente oscuro, oculto y lleno de jugadores de cacho que a lo único que ponen atención es a las cajas de cerveza.
Me dio hambre, la verdad. Como iba a tener una buena platita esa noche, decidí pedirme un pique macho extragrande y una cerveza Huari. Hasta parecía que la mesera me sonreía; era como si de pronto, la idea de poder hacer algo que quiero sin límites del dinero, me dio un aire de seguridad que nunca tuve.

La mochila estaba entre mis piernas.
Después de cascarle a mi pique macho, abrí la mochila. Ahí se acabó mi suerte.
La caja de terciopelo era mucho más hermosa de lo que había visto cuando la saqué a la rápida. Al abrirla no solo había una joya, sino una medalla grande, con piedras que parecían diamantes y con un escrito que decía ‘Potosí’. También había una banda con la bandera boliviana.
Evidentemente, esto no eran las joyas de una chola del Gran Poder.
Además, había algo muy extraño. ¡Yo había visto esta vaina en algún lado!
De pronto, de algún lugar recóndito de mi cerebro, se me vino a la mente una profesora del colegio, creo que se llama Eugenia o algo así. Solo me acuerdo de que cojeaba, tenía una vocecita chillona para gritarnos y una vez me hizo dibujar los símbolos patrios diez veces en mi cuaderno porque no tenía plata para comprar las famosas láminas esas.
Yo había dibujado esta medalla en aquella inútil tarea a mis 11 años. Esa era la insigne medalla presidencial, símbolo máximo del poder político, regalo del mismísimo Simón Bolívar, fundador de la patria, libertador de América y no sé que vainas más.
“Y ahora, ¿qué carajos hago?”, pensé primero y luego, “¿qué carajos hace esta medalla abandonada en un auto en la infame Avenida 12 de Octubre? ¿Será la original? ¿Quién era ese milico altanero de corte de pelo impecable?”.
Yo y mi perra suerte. Sin desearlo, me metí en un enredo de magnitudes nacionales. Si esta medalla no era la original, era difícil saber lo que podía sacar de ella y si era, el milico y sus secuaces debían estar buscando bajo la tierra al culpable.
¡Que carajos! Lo único que yo quería era un poco de plata para irme de juerga loca con mis cuates; pero en cambio, me había gastado mis pocos morlacos en mi pique macho y no iba a lograr ni un peso de este extraño tesoro que cayó en mis manos.
Ahí mismo me pedí cuatro cervezas más e hice lo único respetable que se puede hacer en ese caso: chupar y llorar como un cojudo.
No sé cuánto tiempo pasó, pero de pronto en una mesa cerca mío, se armó un griterío del demonio porque alguien hizo una ‘dormida’ en el cacho. En lo que se dice ‘zas’, se oyeron maldiciones, botellas rotas y sillas que empezaron a volar a diestra y siniestra.
Esta es mi oportunidad pensé todavía medio borracho… es ahora o nunca que escape de este boliche porque no tengo ni plata pagar la cuenta.
Ahí mismo, patitas para qué te quiero, salí disparado con la mochila abrazada por delante.
Eran casi las cinco de la mañana. Me parecía que todo había sido un sueño extraño; pero no, ahí tenía en mis manos la bendita caja de terciopelo y la medalla presidencial.
No es que yo sea muy lúcido; o sea, no solo tengo mala suerte en general, pero casi nunca tengo ideas brillantes. Digamos que lo sucedido la noche anterior probaba con creces esta afirmación.
“Tengo que buscarlo al Lanas”, pensé. “Él siempre tiene ideas”.

El Lanas, mi cuate del colegio, siempre fue bien pilas para todo; pero la suerte se le acabó algún rato, ¿o no? Desde hace un año, estaba de “vacaciones” en la cárcel de San Pedro. La última vez que fui a visitarlo, lo noté no solo relajado sino hasta con aires de jefe. Al parecer esta temporada adentro le sirvió para expandir sus redes de contactos con la policía y toda la élite de maleantosos.
Lo único que se me ocurrió en mi borrachera y espanto fue contactarlo.
Bajando por la Plaza San Francisco, vi a las caseras anticucheras que recogían sus últimos trastos, las mujeres barrenderas luchando con la mugre diaria de la ciudad y yo, un borrachín más, caminando con una reliquia invaluable en la espalda.
No es que mi borrachera me diera mucha cabeza para discernir estas ideas, éstas vinieron a mi luego cuando me curé del chaki.
Me encaminé hacia San Pedro. Con un poco de suerte, estaría de guardia el policía que era contacto del Lanas y me permitiría verlo ese día.
Pero algo singular sucedió al llegar a la plaza frente a la cárcel. Me entró un sueño imposible de aguantar, las piernas no me respondían y todo mi cuerpo estaba adormecido.
“Quizás me pildorearon en el boliche”, pensé; “quizás me están siguiendo, quizás saben que yo tengo la medalla de Simón Bolívar”.
Alcancé a sentarme en el portón de la iglesia de San Pedro, abracé la mochila bien fuerte y caí en un profundo sueño.
No puedo decirles claramente qué soñé. Era una mescolanza de imágenes de la Rosita, el milico extraño de la Avenida 12 de Octubre, mi viejo cuaderno con dibujos de los símbolos patrios y mi difunta madre.

Desperté de un sopetón y por primera vez en mi existencia, supe lo que tenía que hacer. Esa medalla, como yo, como el país, estaban kenchas. No quiero ser el Lanas, nunca seré alguien como el Lanas, o el milico desubicado que perdió esta reliquia.
Me acerqué a la puerta misma de la iglesia, saqué mis cosas de la mochila y antes de meterla en una bolsa negra, le di un vistazo más a la medalla. Si era la original, era sin duda impactante. Triste pensar que también, como nuestra historia de país, haya pasado de mano en mano por corruptos.
Ahora cayó en las mías, pero a diferencia de los otros, yo no soy ladrón. Solo soy un mocoso desubicado y kencha que vivió la noche más rara de su corta vida.
El resto es historia: la llamada anónima a la red de televisión Unitel, la policía y el Ministro de Gobierno declarando lo eficientes que son. Obviamente ahora hay un tal “Yogui” y unos peruanos involucrados en el hecho; pero esta es mi historia. Me llamo Eusebio Rubatto Pali Comachi y yo devolví la medalla presidencial una madrugada fría de agosto.
Daniela Sánchez-López es doctora en desarrollo internacional y amante de la literatura de realismo mágico.