Claudia Daza
La salud de nuestros artistas
En el universo de los artistas bolivianos, la enfermedad funciona como un espejo implacable. Devuelve, sin adornos, la fragilidad de una profesión que vive entre la creación y la incertidumbre. No hay contratos, no hay estabilidad y cuando el cuerpo falla, todo el sistema se desmorona. Lo que queda, casi siempre, es la solidaridad: esa red invisible que actúa cuando el Estado no llega y la salud se convierte en una cuestión de suerte.
Un accidente
La historia del baterista Danilo Roca empieza una madrugada de 2022. Viajaba con dos colegas rumbo a Sucre para un concierto de rock. Llevaban semanas preparando el tributo, coordinando ensayos, imaginando el escenario. Pero la música nunca sonó. El bus en el que viajaban se estrelló antes del amanecer. Doce personas murieron, decenas resultaron heridas.

Danilo quedó con el brazo fracturado y su expareja con el rostro ensangrentado. “No había ambulancias, ni señal, ni nada. Tuvimos que salir a pedir ayuda”, recuerda. En un pequeño centro de salud los atendieron pasantes de medicina. Luego vino la cirugía, el dolor, los trámites y las facturas. Lo que el seguro obligatorio no cubrió, lo pagaron los amigos, los colegas, los desconocidos.
“Grabé un video para contar lo que había pasado y se viralizó”, dice. Las redes sociales se llenaron de mensajes y transferencias. A eso se sumaron los conciertos de apoyo de sus propios amigos músicos.
En Bolivia, una foto acompañada de un código QR ya no es un gesto de moda: es un grito silencioso de auxilio. La colecta permitió pagar los gastos urgentes, pero también dejó al descubierto algo más profundo: la vulnerabilidad de quienes viven del arte.
Danilo, que nunca había pensado en un seguro público, terminó por inscribirse en el Sistema Único de Salud. No por fe en el sistema, sino por necesidad. “Uno no se da cuenta de lo desprotegido que está hasta que algo pasa”, afirma.
Según el Censo 2024, más de 8,2 millones de bolivianos están inscritos en el Sistema Único de Salud, SUS, mientras que cerca del 19% de la población, poco más de dos millones de personas, reciben atención mediante las cajas de salud. Las cifras revelan una realidad contundente: la mayoría del país depende del sistema público para atenderse.
Un duelo que sigue doliendo
El azar decidió que Danilo sobreviviera. Ingrid y Karin Schulze, en cambio, no tuvieron esa oportunidad. Eran hermanas, artistas, gestoras culturales. Las dos murieron con pocos meses de diferencia, una por un derrame cerebral, la otra por cáncer mandibular.

Su padre, Erick, habla con calma, como si aún midiera las palabras para que no se rompan: “Había que pagar tratamientos caros y la respuesta de los artistas fue inmediata. Se organizaron colectas, actividades, campañas. Me conmovió la generosidad de ese mundo. Mis hijas murieron, pero no solas.”

El dolor se transformó en impulso. De aquella experiencia nació Artistas por Artistas, una red autogestionada que convirtió la empatía en acción colectiva. Laura Derpic, una de sus fundadoras, recuerda aquellos días como una mezcla de caos y esperanza: “Tuvimos tres actividades fuertes: una tienda virtual, apoyada principalmente por las personas que formaban parte del Mercadito Pop en esa época, quienes ofrecieron sus trabajos artesanales o productos creados por ellas mismas —emprendedoras, en su mayoría— para ponerlos a la venta y recaudar fondos. Tania Aneiva organizó una subasta virtual con obras de arte de muchos artistas, todos voluntarios, y también hicimos un concierto que fue grabado; había una cuenta en la que se podía depositar.”



Entonces “organizamos una suerte de campaña, una cadena de actividades para seguir reuniendo fondos”, recuerda Derpic. “Todo lo que conseguíamos se repartía entre quienes más lo necesitaban”. Fue una experiencia tan luminosa como dolorosa: la solidaridad crecía al mismo ritmo que la evidencia de la precariedad en la que viven los artistas. “Sabíamos que trabajábamos en condiciones frágiles —dice—, pero verlo tan de cerca, en medio de la enfermedad y la urgencia, fue brutal. Sentimos impotencia, porque entendimos que no se puede resolver un problema estructural de salud con kermeses, subastas, tienditas o conciertos. Por más amor que pongas, no alcanza”.
En un país sin leyes efectivas de protección cultural, Artistas por Artistas se convirtió en un refugio improvisado. “Nos dimos cuenta de que nadie más iba a cuidar de nosotros —sostiene Derpic—. Así que lo hicimos entre todos”.
El colectivo dejó de funcionar, pero su huella permanece como una lección de resistencia: que el arte también puede organizarse para cuidar la vida.
Las respuestas del cuerpo
En Bolivia, enfermarse siendo artista es un lujo que pocos pueden pagar. No existen seguros especializados y la mayoría trabaja de forma independiente, sin contratos ni ahorros. La enfermedad interrumpe no solo el cuerpo, sino también la posibilidad de sostener una vida.

La compositora Zelma Vargas recuerda el día del diagnóstico como una escena suspendida en el tiempo. Cáncer de ovario, estadio cuatro. Dos médicas la habían desahuciado: no había nada que hacer. “Fue como si me hubieran cerrado todas las puertas”. Pero apareció una tercera oncóloga que le devolvió la posibilidad de luchar. “Ahí empezó todo: la cirugía, las quimioterapias, otra operación. Era una moneda al aire, pero decidí no dejar mi vida al azar”. A pesar de su fe en el sistema público, Zelma decidió atenderse con médicos privados. Asegura que en el SUS no hay oncólogos certificados para tratar cánceres complejos. No podía esperar.
Cada 21 días debía reunir 10 mil bolivianos para costear el tratamiento. No tenía seguro ni ahorros, ni un respaldo institucional. Tenía, en cambio, una red. Artistas, terapeutas, amigas, desconocidos: todos se organizaron para ayudarla. “He trabajado muchos años en temas espirituales y siempre creí en el merecimiento —cuenta—. Pero esta vez no fue solo fe. Fue comunidad. Gente que me mandaba donaciones desde Alemania, músicos que no conocía, compañeros del colegio que reaparecieron. Me mandaban dinero, sí, pero sobre todo amor en forma de plata”. Zelma nunca dejó de trabajar. Mientras atravesaba el tratamiento, ofrecía lecturas de tarot, no como adivinación sino como una herramienta de acompañamiento. “El tarot se volvió una forma de sostenerme y de sostener a otros”, dice. Cuando todo parecía imposible, vendió una propiedad heredada y siguió adelante. Hoy está libre de cáncer y habla con la serenidad que solo da haber visto la muerte de cerca. “Cuando la muerte te toca la puerta, te manda una invitación por adelantado. O la aceptas o aprendes a vivir de verdad”.
David Santalla, actor y comediante, también atravesó el cáncer con humor y dignidad. “El Estado ayudó poco —dice—. Fueron las personas las que se movieron”. Entre campañas, homenajes y colectas, logró costear parte del tratamiento. “Hay que tener fe, pero también leyes. No soy el único.”

No todos lo logran. Víctor Estrada, creador del caporal, murió con homenajes, pero sin respaldo institucional. Había dado al país una de sus danzas más emblemáticas, pero terminó sus días solo, con la enfermedad a cuestas. “No he recibido ninguna colaboración. Creo que ahora sí, con el tiempo que estoy atravesando, ya dos años de mi enfermedad, voy a tocar algunas puertas. Veo que alguna vez me reconocerán, pero lo que más me interesa es que los medios de comunicación están haciéndome algunos pequeños homenajes”, dijo en una entrevista poco antes de morir.

La estructura vacía
El sistema público, aunque extenso, no cubre lo suficiente. La mayoría de las personas enfermas sobrevive entre colas, recetas incompletas y diagnósticos tardíos. En ese contexto, los artistas están entre los más vulnerables.
En los testimonios de quienes sobrevivieron o acompañaron la enfermedad, hay un eco común: el sistema existe, pero no alcanza. Danilo Roca, lo resume sin rodeos: “Muchos recurren al SUS, pero no es una opción que te brinde toda la protección que necesitas. En salud mental, por ejemplo, cubre algo, pero no lo suficiente. Es un alivio parcial, no una solución”.
Zelma Vargas, que conoce otros contextos, amplía la comparación: “En Barcelona o en Uruguay los servicios públicos de salud son serios, gratuitos y dignos”.

Desde su experiencia como padre que vio morir a dos hijas artistas, Erick Schulze es más frontal: “El sistema de salud en Bolivia es absolutamente incipiente. No sé la cifra exacta, pero el presupuesto para salud no llega ni al dos por ciento. Cuando uno intenta curarse, los medicamentos no existen y termina comprándolos en farmacias privadas que lucran con la necesidad de la gente”.
Laura Derpic, por su parte, traduce el problema en nombres y casos concretos de la pandemia: “Nos llamaban desesperados. Había artistas muriendo sin atención, músicos endeudados hasta perder sus casas. Les pedían los papeles de su vivienda como garantía para una cama en terapia intensiva. Estamos completamente desprotegidos”.
Y otra vez, Zelma cierra el círculo con una reflexión íntima, pero colectiva: “A veces la gente tiene vergüenza de decir que está enferma. Temen que ya nadie los contrate, que se los vea como un peso. Pero enfermarse no es una vergüenza. Hay que aprender a pedir ayuda, a dejarse cuidar”.
En Bolivia, la salud de los artistas se sostiene sobre un principio elemental: la solidaridad como último refugio. Mientras el Estado se demora, la comunidad crea sus propias formas de auxilio. Y aunque el cuerpo se desgaste, el arte insiste, se rehace, respira. Porque, como repiten quienes lo viven, sobrevivir también es una forma de creación.
Claudia Daza es periodista cultural
Escucha las entrevistas que dieron las personas de este reportaje a Radio París La Paz