Chaupi p’unchaipi tutayarka: Cuando la luz no alcanza

Textual

Isa

Tatiana Suárez Patiño

Carlos Medinaceli escribió hace casi un siglo sobre vidas y obras truncas de creadores de arte en Bolivia. Sus palabras cuestionadoras, referidas a jóvenes para los que “anocheció a mediodía», bien podrían aplicarse hoy para hablar de Ocasional Talento, el hiphopero paceño. Nuestra cultura, dice la autora de este texto, aunque ama las letras, no sabe sostener a quien las produce.

Cerca de 1931, Carlos Medinaceli publicó en prensa un texto en el que reflexionaba sobre las condiciones de producción artística en Bolivia, tanto en el siglo XIX como en el naciente siglo XX. El autor comparaba: a diferencia de “la juventud española que estalla en un libro y encalla en un empleo”, “la juventud boliviana no llega al libro: revienta en un discurso, alumbra en un verso, promete mucho… Luego encalla en un empleo, y se burocratiza; o se casa, y se domestica; o se da a la política, y se enchola; o se da a la bebida, y se degenera; o muere en edad temprana, o termina con un pistoletazo”. (Medinaceli, p. 87)

El texto de Medinaceli se enfoca en analizar una realidad trunca que empaña la creación local, algo que él mismo experimentaría años más tarde. De la manera más acertada y sentida, él describe ese apagarse antes de comenzar a brillar con una frase en quechua: chaupi p’unchaipi tutayarka, que se traduce como “en mediodía anocheció”.  El autor escribió esa frase hace casi un siglo y aún hoy resuena como campana agrietada en los corredores del arte boliviano. No es sólo un proverbio quechua, es un veredicto. Un destino que se repite con la terquedad de las tragedias que no son atendidas.

Hiroshi Claudio Ishida Ruiz – Ocasional Talento. Foto: Rumor Latino News

Una maldición o una trampa

¿Por qué un texto escrito a principios del siglo XX se siente tan actual en la Bolivia del siglo XXI? ¿Será una maldición supernatural con la que deben cargar los creadores nacidos en esta tierra o será una trampa histórica de la cual no podemos escapar?

En su ensayo, Medinaceli pone el dedo en la herida al señalar la ingratitud de la memoria que recuerda a unos y olvida a otros y nos ofrece un desfile de talentos rotos: poetas, ensayistas, escritores que encendieron brevemente la pradera de la imaginación y luego se apagaron sin haber llegado al incendio. Entre ellos se menciona a Ignacio Prudencio Bustillo, quien fue como aquellos niños precoces que nacen condenados a no vivir sino de la “dolorosa maldición del pensamiento” y a morir consumidos en el ardor de su propia llama. Prudencio fue un talento consagrado aun antes de haber producido. Fue un anciano antes de haber vivido. El pensamiento lo volvió serio, le descubrió el fondo vacío de las cosas y “la infinita vanidad del todo”.

Al terminar de leer esa descripción, pienso que Medinaceli bien pudo referirse a Hiroshi Claudio Ishida Ruiz, conocido en la actual escena urbana musical de La Paz como Ocasional Talento.

De mis años juveniles me quedan los recuerdos de pataperrear las calles con mis amigos raperos, buscando miradores y puntos alejados para conectar con el paisaje y que se suelten las rimas y la música con el favor de las montañas. Eran días sin smartphones, no usábamos GPS para llegar a los lugares sino que viajábamos confiando en la palabra de alguien que una vez prestó sus ojos al camino; era otro tipo de conexión: confiar más, verificar menos. De esos días tengo memorias de excesos, un oído gustoso por el hip-hop nacional y alguno que otro contacto en redes digitales. Yo intuyo que, por esos contactos, San Algoritmo, el oráculo posmoderno, puso en mi feed la noticia sobre la nominación en 2022 de Ocasional Talento como Mejor Artista Revelación en los Bolivia Music Awards. Así lo conocí y gracias a su música retomé el placer culposo por el hip-hop boliviano.

Sólo tuve que escuchar un par de canciones para amarlo; sus palabras tocaban algo que yo tenía dentro. Sus ideas profundas expresadas en un espanglish honesto no se sentían artificiales; él hablaba “ebrio de sinceridad”, su voz se presentaba como migrante de estilo, fluida, brutalmente conmovedora y poderosa.

Para 2023-2024, su fandom crecía, sus colaboraciones también. Parecía que podía haber una escena con cuerpo, con rumbo hacia algo mucho más grande. Y sin embargo… algo temblaba. Entonces el joven artista anunció su despedida, se retiraba de los escenarios. Una estrategia común en nuestro medio, sí, porque sabemos que cuando un artista dice «me voy», puede que no se vaya. O que sí, y no por drama, sino por precariedad. En el caso de Ocasional Talento no fue por promoción, sino un mensaje: «Las tarimas y la falsa fama pueden esperar».

Lo vi en un par de conciertos de despedida. Discretos y reales, en locales pequeños y medianos, donde el sonido fallaba, pero no así la entrega y la pasión. Lo vi actuar por última vez en un concierto en El Bosque, cuando superando mi timidez me acerqué a pedirle una foto. Se prestó al gesto, pero su mirada estaba en otra parte. Lo noté distinto al que vi años atrás. Estaba demasiado “torcido” en general, torcido en su postura, en su mirada, en sus acciones, en su aura también vi oscuridad. Ya no brillaba con la luz del que está subiendo, sino con el fulgor desesperado de quien está sosteniéndose como puede. Y entonces me di cuenta: la fama —aunque local, aunque parcial— le había llegado rápido, sin red, sin manual, quizá sin salud mental. Se volvió un símbolo sin sistema de soporte. Un personaje sin backstage.

Este caso, entre otros de tragedias vinculadas a artistas bolivianos, es particularmente triste, pues su dolor ha quedado registrado en las redes como entretenimiento para generar vistas. Lo vimos quebrarse en directos por Instagram; sus problemas personales sumados al hecho de que nadie le enseñó a lidiar con el aplauso digital, con la ansiedad de los likes, con la presión de tener que ser brillante todo el tiempo, lo tornó un personaje de sí mismo, sin espacio para ser persona.

La autora, con el artista Hiroshi Claudio Ishida Ruiz

Esos malditos clichés

La escena musical urbana —con toda su potencia— también arrastra sus clichés: si no hay drogas, si no hay drama, si no hay oscuridad… no es real. Eso le exigimos, sin decirlo, a nuestros intérpretes; asumimos que ese mundo es parte inseparable de su realidad. Se espera que los raperos se jodan la vida un poco. Que beban. Que peleen. Que estén mal por los vicios. Que hablen de la calle y las precariedades del sistema. Que hagan del dolor un espectáculo. Él lo hizo. Lo vimos. Lo aplaudimos mientras se hundía. Y luego, cuando empezó a tropezar en vivo, cuando lo vimos borracho en un live a las nueve de la mañana pelando cable frente al celular… lo dejamos ahí, solo, colgado de la narrativa que nosotros mismos validamos y le pusimos encima una cruz decorada con emojis de fuego. 

Yo, como muchos, fui cruel y le di unfollow cuando se hizo frecuente ese tipo de apariciones. Decidí mirar a otro lado cuando dejó de ser entretenimiento y se mostró más como un grito de auxilio.

Después vino la caída. No fue una explosión, fue un goteo etílico. Lento. Doloroso. Una espiral que todos vimos pero que preferimos leer como “contenido”. Cada live en estado inconveniente, cada frase confusa, cada mirada perdida era un pedido de ayuda disfrazado de performance. No supimos leerlo. Pensamos que era parte del acting, del personaje. Que eso era lo que vendía. Que el loco en vivo tenía más alcance que el poeta sobrio. Nos acostumbramos a verlo roto y lo convertimos en parte del show. No hubo nadie que dijera: “Esto no está bien”. Y si lo hubo, su protesta no sonó más fuerte que el beat de fondo.

Él nos mostró el rostro detrás de la máscara y no supimos qué hacer con eso. Porque nuestra cultura, aunque ama las letras, no sabe sostener a quien las produce. Porque aún no tenemos el lenguaje, ni el sistema, ni la comunidad suficiente para contener a nuestros creadores. Se repite la historia: talento que ilumina, entorno que no cobija, caída anunciada. Chaupi p’unchaipi tutayarka. No vimos las señales hasta que él saltó del quinto piso.

Mientras escribo esto me pregunto —con honestidad que a veces me da vértigo— si estoy a salvo. Vivir de escribir, pensar, crear en Bolivia es caminar al borde de un precipicio. En los últimos años han muerto voces que podían haber cambiado el mapa. No por vejez, no por destino natural. Han caído, muchas veces en silencio, otras con escándalo, otras en circunstancias y sustancias sospechosas. Siento que pertenezco a esa generación de creadores bolivianos que intenta pensar con profundidad, pero que no siempre encuentra escucha, ni apoyo, ni espacio real. Como tantos, me esfuerzo por escribir desde lo público y lo íntimo, desde la lucidez, desde el fuego. Pero a veces siento el mismo cansancio que vi en sus ojos ese día de la foto. ¿Es esto una maldición o una realidad? ¿Una constante histórica? ¿Un sistema que opera sin que nadie lo desmonte?

Como Medinaceli hace en su texto, yo trato de buscar las causas de semejante escenario. Antes de creer en una maldición metafísica, pienso que esto es quizá el resultado de una mecánica estructural que se repite porque no ha sido intervenida. Lo que parece destino es, en realidad, una trampa histórica no resuelta que se manifiesta en instituciones débiles que no producen políticas culturales continuas para respaldar procesos de largo aliento. Asimismo, los mercados son pequeños y precarios: lo que haces debe autofinanciarse o morir. El artista se sofoca porque se vuelve su propio productor, vendedor, gestor, curador y publicista. Existe una saturación emocional, ya que con frecuencia la creación en Bolivia es un acto contracultural, hecho desde la resistencia, y eso provoca un desgaste emocional profundo.

Esa misma resistencia lleva a una soledad profunda dado que la comunidad artística está atomizada, con poca contención entre pares. Y, por último, pero no menos importante, creo que existe una fetichización de la autodestrucción, una romantización peligrosa del “artista maldito” que confunde el dolor real y lo vuelve contenido, o que asume la autodestrucción como parte de un proyecto de vida.

Escribo esto sentada en ese borde; soy escritora, ensayista, pensadora y también hija de este mismo suelo en que tantas voces han brillado a media luz y se han apagado antes de tiempo. ¿Estoy yo libre de ese destino? No lo sé.

Este texto llega tarde y, lejos de ser una ofensa, quiero que sea una disculpa por haber ignorado las señales. Y también quiero que sea un elogio a la obra breve de Ocasional Talento, que, aunque ocasional, fue una bengala que iluminó el cielo de la escena musical urbana de Bolivia. Le dedico este texto a él y a todos los creadores que se hicieron noche durante el día a lo largo de nuestra historia. Y este texto es también para mi espíritu, para que no se convierta en una estrella más en el firmamento de los vencidos.

Medinaceli escribió hace casi un siglo sobre el mediodía que se volvía noche. Hoy le respondo desde el siglo XXI: seguimos aquí, aún buscando la forma de mantener la luz encendida unas horas más. Que no se nos haga de noche otra vez, al menos no sin haber encendido otra bengala.

Tatiana Suarez Patiño, cronista, ensayista y conservadora de patrimonio.

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