Claudia Daza
El libro de Juan Pedro Debreczeni, La nación imaginada en El Cóndor de Bolivia, no es solo un estudio histórico sobre el periódico fundado por el mariscal Sucre: es también una reflexión sobre el poder de la palabra escrita y de quienes lo detentan.
¿Quién inventó Bolivia? ¿Quién trazó sus primeros contornos? ¿Quién eligió las palabras para nombrarla? Y, sobre todo, ¿quién tuvo el privilegio de contarse como parte de ella?
Son preguntas que resuenan con fuerza en estos días de Bicentenario y que encuentran un espejo provocador en el libro de Juan Pedro Debreczeni Aillón, La nación imaginada en el diario El Cóndor de Bolivia (1825-1828). Su investigación nos lleva a un momento fundacional en el que la república apenas abría los ojos y, antes de caminar, ya debía reconocerse en un relato común.
El escenario era complejo. En 1825, el territorio que hoy llamamos Bolivia acababa de nacer como República de Bolívar. Era más un proyecto que una realidad: un mosaico de pueblos, lenguas y costumbres, con fronteras difusas y una historia atravesada por siglos de colonización. Nada unía de manera natural a esa población heterogénea, salvo la experiencia reciente de la guerra y el deseo de dejar atrás el dominio español.
En ese contexto, el gobierno del Mariscal Antonio José de Sucre comprendió que no bastaba con proclamar la independencia. Había que construir un país en la imaginación de sus habitantes. Había que inventar una identidad.

Ahí aparece El Cóndor de Bolivia, el primer periódico oficial del Estado, impreso en Chuquisaca entre 1825 y 1828. No era un diario cualquiera: era la voz del gobierno, el espacio donde se moldeaba el nuevo orden político, el taller donde se redactaban las bases simbólicas de la nación.
Debreczeni nos guía por las páginas de El Cóndor, rastreando editoriales, proclamas, cartas y artículos que definían qué significaba ser boliviano. Pero lo que emerge no es un relato colectivo, sino la visión de un grupo muy reducido: la élite letrada.
En aquellos años, saber leer y escribir era un privilegio reservado a una minoría. La mayoría de la población —indígenas, mestizos, mujeres, campesinos, esclavos— quedaba fuera de ese universo de tinta y papel. El periódico, aunque proclamaba la libertad y la igualdad, hablaba a quienes ya ocupaban posiciones de poder económico y social. Era, en palabras del propio autor, un instrumento ideológico para formar al “ciudadano ideal”: educado en las ideas liberales de la época, respetuoso de las leyes, defensor de la propiedad… y, por supuesto, miembro de la minoría letrada.
La Constitución de 1826, redactada bajo la influencia de Simón Bolívar, cristalizó este privilegio. Ser ciudadano exigía saber leer y escribir, tener empleo o profesión, y no ser sirviente doméstico. Estos requisitos excluían a “las dos terceras partes” de la población. Algunos asambleístas advirtieron que se estaba fundando una aristocracia en lugar de una democracia, pero sus voces fueron minoritarias. Para figuras como Casimiro Olañeta, la soberanía debía ejercerse solo por quienes “tuvieran las luces suficientes para hacer su felicidad”.
Este filtro legal tenía un objetivo claro: preservar el poder en manos de quienes ya lo tenían. Y El Cóndor, con su tono moderado pero oficialista, ayudaba a consolidar esa idea. El periódico narraba la nación como si ya estuviera completa, ignorando a quienes quedaban fuera del marco de su ciudadanía ideal.
El privilegio letrado no solo definía quién podía hablar, sino también qué temas merecían ser discutidos. Cuando Bolívar y Sucre intentaron abolir el tributo indígena y reemplazarlo por un impuesto universal, muchos criollos se indignaron: no aceptaban ser “igualados” con los indios. La medida, avanzada para su tiempo, fracasó por la resistencia de quienes no concebían un país donde el indígena y el blanco compartieran las mismas obligaciones fiscales.
Incluso en temas como la abolición de la esclavitud, la brecha entre el discurso y la realidad era evidente. La esclavitud fue declarada ilegal en 1826, pero en la práctica persistió durante décadas. Las páginas de El Cóndor buscaban calmar a los dueños de esclavos y advertir a los libertos que su “nueva condición” no significaba un cambio real en las jerarquías sociales.
Debreczeni no se limita a describir estas tensiones: las contextualiza con las ideas de autores como Ernest Renan, Benedict Anderson, Hannah Arendt y Frantz Fanon. Así, muestra que la nación no es un hecho natural, sino una construcción política que requiere instituciones, símbolos y, sobre todo, un relato que la sostenga. En Bolivia, ese relato inicial fue obra de un puñado de hombres que escribían para otros como ellos.
En este sentido, La nación imaginada en El Cóndor de Bolivia no es solo un estudio histórico: es también una reflexión sobre el poder de la palabra escrita. Nos recuerda que quien controla la narrativa, controla en gran medida la forma en que una sociedad se entiende a sí misma. En 1825, ese control estaba en manos de los letrados. Y aunque el tiempo ha ampliado el acceso a la educación y a los medios, la pregunta sigue siendo incómoda: ¿quién narra hoy la nación y quiénes siguen siendo meros personajes secundarios en esa historia?
Hablar de este libro, que se presentó en la Feria Internacional del Libro de La Paz, es más que un ejercicio de memoria. Es reconocer que la identidad nacional no se hereda como una verdad inmutable: se escribe, se corrige, se disputa. Y que, quizás, como en aquellos primeros años, seguimos siendo un país que se cuenta desde ciertos escritorios, mientras otros esperan y luchan por tener voz en alguna página.
Claudia Daza es periodista cultural.
